Durante mi tiempo como asistente en un internado (o “hermana grande profesional” como me gusta que me llamen), Cristo me concedió un lugar en donde trabajar, adorar y una familia mientras yo permitía que mi tiempo allí tuviera un propósito. Al comenzar el proceso de postulación para este puesto, tenía una cosa en mente: ministrar a estos adolescentes de la manera en que sus padres ministraban a las naciones.
Uno de los mayores desafíos que tuve siendo una cara nueva en el campo de misiones fue que estos niños ya habían visto y vivido mayores dificultades que las que yo pudiera imaginar. ¿Cómo llegar a sus vidas y hacer la diferencia? Incluso me advirtieron que cuando se trataba de decir adiós, yo sería la más afectada porque sus vidas como Niños de Tercera Cultura estaban en movimiento constante. Ellos estaban acostumbrados a que la gente llegara y se fuera, yo no. Me dijeron que ellos probablemente tendrían un mayor impacto en mí que yo en ellos.
Ser Niños de Tercera Cultura (NTC) les daba cierta madurez y comprensión de cómo funciona el mundo. También generaba una gran cantidad de independencia. Muchos estaban acostumbrados a vivir en países con persecución, en lugares en donde habían crecido y navegado por sus cuentas mientras sus familias trabajaban con los pobres, los enfermos y los menesterosos. A pesar de su independencia, siempre había momentos que me recordaban que seguían siendo adolescentes necesitados del amor de Cristo y de personas con quienes platicar. A veces necesitaban que se les recordara, en este ambiente siempre cambiante, que Cristo es una constante y que él se interesa no solo de los indefensos, sino también de ellos y de los más pequeños problemas que pudieran tener. Él no está limitado a los pobres.
Uno de los muchos eventos en los que vi el amor de Cristo por ellos fue cuando el baile de la escuela irguió su cabeza y estremeció gran parte del mes de enero. Había un estrés latente en el que las chicas hacían ver como que no tenía importancia si no las invitaban al baile. Yo oraba que, “si invitan a una, Señor, que las inviten a todas”. Les dije a ellas que estaba orando de esa manera y que esperaba que Dios respondiera, no solo porque sería bonito que las invitaran, sino porque yo sabía que ellas entenderían con ello que a Dios sí le importaban ellas y todo lo que a ellas les importaba. Él tal vez estaba más interesado en ellas que yo, dado que yo pensaba que el evento completo era una tontera, pérdida de tiempo y gran causa de estrés. Peró Él sí respondió. A 24 horas de mi oración, todas las chicas habían sido invitadas al baile y vi sus rostros iluminarse en anticipación y emoción. Entendieron que no era solo el que las hubieran invitado, sino que Dios había obrado a su favor. “¡Qué genial!, me dijo una de ellas. “La verdad, no pensé que a él le importara eso.”
Sí descarga la presión cuando todo se centra en Cristo. Estos chicos han traído gran gozo a mi vida al verlos aprender cosas nuevas y enfrentar nuevos desafíos. Me han impactado de muchas maneras. Amo ver el hambre por Cristo que dirige sus vidas en diferentes direcciones.
Son hermosas creaciones de Jesucristo y todos tienen sus propios caminos por recorrer.
Indistintamente de si nuestro capítulo juntos concluye o si sigue para llenar novelas, yo espero que puedan ver hacia atrás y usar nuestras conversaciones y devocionales como ayuda para enfrentar las dificultades de la vida. Aunque no recuerden que fui yo quien dijo algo, espero que tengan la certeza de que era Cristo quien les hablaba.
¿Disfruta trabajando con niños, niñas y adolescentes? ¿Quiere hacer la diferencia en sus vidas y en la de sus padres en el campo misionero? Entérese de más